Los compositores y los libretistasEn relación con los cantantes, los compositores mantenían, a principios del siglo XIX, una posición subalterna y lo que de ellos se esperaba era, básicamente, que supiesen escribir música adaptada a las características vocales de los cantantes contratados para la temporada en cuestión. El componente dramático era responsabilidad del libretista, el cual podía ser un profesional que, en un momento determinado, trabajaba para un teatro y que, además de escribir el texto para la música compuesta, tenía a su cargo el montaje de las óperas, ejerciendo hasta cierto punto las funciones del actual escenógrafo. Pueden considerarse libretistas profesionales nombres como Felice Romani, Francesco Maria Piave y Salvatore Cammarano, colaboradores de Bellini, Donizetti o Verdi, y los más famosos autores de textos operísticos de la primera mitad del siglo XVIII. Pero también son frecuentes en la tradición italiana los libretistas que no tenían ningún vínculo laboral con un teatro y que realizaban esta trabajo de manera ocasional (como Andrea Maffei, autor del texto de I masnadieri o, Antonio Somma, que colaboró con Verdi en Un ballo in maschera). Según Fabrizio Della Seta, la obra musical en sí no se concebía como una cosa "definida por una sustancia estética que permanecía inmutable al variar las ejecuciones" sino como un "acontecimiento renovado constantemente, cuyo disfrute y reposición quedaban, en principio, limitados al espacio de una temporada". Por eso, no puede atribuirse, ni a la partitura ni al libreto, el estatuto de 'textos', sino de material preparatorio para el acontecimiento artístico que era la representación en su conjunto. Por ello, el trabajo del compositor no se consideraba realmente como 'propiedad intelectual inalienable' y la partitura era cedida definitivamente al empresario o al teatro que la encargaba, no teniendo el autor ningún derecho sobre su presentación en otros teatros. Únicamente se le pagaba una nueva cantidad de dinero cuando se le llamaba para atender personalmente un nuevo montaje de ópera21. Tras recibir de un empresario o de la dirección de un teatro el encargo de escribir una ópera para una determinada temporada, el compositor debía planear y coordinar con el libretista y, en algunos casos, con el escenógrafo, la ejecución de la obra, muchas veces pocas semanas antes del estreno. De este modo, su presencia en el teatro resultaba imprescindible. Sin embargo, debido al gran número de peticiones que recibían los compositores de éxito, este trabajo lo desarrollaban de manera itinerante, viéndose éstos obligados a deambular de teatro en teatro para montar sus obras (muchos compositores escribían como media tres óperas al año, ritmo que únicamente Bellini empezará a cuestionar). De hecho, los contratos del siglo XIX contemplan la presencia del compositor en el teatro durante los ensayos y en las tres primeras representaciones. Cuando eran contratados para escribir una nueva ópera, los compositores de mediados del siglo, como Verdi por ejemplo, procuraban que la empresa contratara a los cantantes que mejor se adaptaban a la idea dramática que tenían en mente. Todavía a finales de los años cincuenta, un compositor de fama consagrada como Verdi escribía a propósito del proyecto nunca terminado del Re Lear y de la posibilidad de representarlo en el Teatro San Carlo de Nápoles: "Usted sabe que desde hace mucho tiempo me ronda la idea de poner música al Re Lear. Se han presentado grandes dificultades para encontrar a los intérpretes adecuados, pero la empresa de Nápoles me concede todo aquello que precise. Como puede imaginarse, puse los ojos en Picolomini para el papel de Cordelia. Le escribí y me respondió con tanta amabilidad, con tanta abnegación que resultaría embarazoso incluso para un hombre menos escrupuloso que yo ... Por ello, le rogué que propusiera sus condiciones (para yo transmitirlas a Nápoles) libremente, sinceramente, como si yo no participara en este asunto. ... Que diga cuántos recitales quiere hacer por semana y cuántos ducados quiere al mes22." Algunos compositores mantenían todavía posiciones que los ataban a los teatros de un modo permanente. En estos casos, además de garantizar la composición de un cierto número de óperas por temporada, el compositor era el encargado de probar a los cantantes, adaptar las partes respectivas, hacer los cortes necesarios y dirigir los ensayos. A pesar de la inexistencia de una dirección centralizada en el sentido actual de la palabra, el compositor del teatro, generalmente llamado maestro concertatore, direttore dei cantanti o maestro al cembalo (expresión originaria, de hecho, del siglo XVIII, cuando los compositores dirigían las óperas al clavicordio y que, pese a resultar anacrónica, todavía se utilizaba) era la persona que tenía mayores responsabilidades sobre la parte musical del espectáculo. Gracias al enorme éxito del repertorio rossiniano y a la cada vez mayor relación de la ópera italiana con el mundo teatral francés –lo que supuso una progresiva adopción de los modelos dramáticos parisinos–, el melodramma empieza a considerarse una pieza digna de ser escuchada, situación que conllevó la formación de un repertorio relativamente estable. Al abandonar la visión de la producción operística como algo efímero se favorece, naturalmente, la aparición de un concepto de propiedad artística e intelectual, así como de su control. En este aspecto, al igual que con relación a las remuneraciones, el siglo XIX es una época en la que los compositores adquieren derechos propios, protegidos por los primeros tratados de derechos de autor (establecidos en la década de los cuarenta). Hasta mediados del siglo, continuó siendo habitual que un empresario o un teatro encargara una ópera (véase, por ejemplo, el caso de la carrera de Verdi hasta finales de los años cincuenta), pero la presión de los editores –sobre todo de las casas milanesas Ricordi y Lucca– se volvió cada vez mayor, ya que adquirían rápidamente los derechos tanto del alquiler de las partituras para el montaje de la ópera en otros teatros, como de la impresión de piezas sueltas o, en caso de éxito, de la ópera completa reducida para piano.
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